El gesto plástico de Eduardo Terrazas nos sorprende. Él, sin rodeos, ha colocado en el centro de su pintura (óleo, tempera o plumón) y en sus cuadros tejidos a hilo, no sólo la armonía, sino la belleza. Y más aún: ha sostenido, de un modo eficaz, que tanto la una como la otra constituyen los materiales fundamentales del universo donde vivimos. Afirmación natural en alguien que también es arquitecto.
Él ha planteado su punto de vista de una manera amable, pero sutilmente contestataria, a contrapelo de las opiniones dominantes. Así, en una ecuación tan simple como compleja nos revela la rima múltiple y recóndita que hay entre círculo y cuadrado. Y nos propone que veamos, a través de ellos, y recordemos, sin olvidar la larga tradición del estudio de las correspondencias, las coordenadas de nuestra orientación, la cruz del infinito, la bóveda celeste y la redonda gravedad de la tierra.
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En una concepción poliédrica, sus cuadros y sus tejidos no cambian, pero siempre están cambiando, siempre son los mismos y siempre son otros, de tal forma que su obra nos ofrece una fuerte unidad indisoluble y, al mismo tiempo, nos enfrenta a una variedad enorme de soluciones. Su geometría nos puede hacer pensar en la esfera sobre un cubo, El altar de la buena fortuna, de Göethe. Es decir, en una metáfora de la inmovilidad y el movimiento. En diálogo con una larguísima historia, Terrazas ha creado su propio instante, su propio ritmo, la rotación de sus formas, pero cada nueva versión es hermosa e ilumina a la realidad y nos ilumina.
Así, es importante decir que esta minuciosa y singular obra ha sido creada de acuerdo con representaciones arquetípicas de la primera geometría moderna, ahora para nosotros en un pasado remoto y cada vez más nebuloso. Al contemplar sus cuadros vislumbramos una alusión a los coloridos lienzos de Delaunay o a ciertas composiciones de movimientos circulares de Stella. Y, desde luego, está la referencia inevitable a la regularidad rigurosa de Mondrian, en particular la abstracción del árbol. Tanto los intensos tonos vivos como la fragmentación armoniosa nos hacen adivinar, en cualquier caso, la presencia de todas esas formas. Sin embargo, también advertimos una concordancia con las visiones radiantes de luz que caracterizan los cuadros en estambre de los huicholes.
Por medio de la animada imagen cósmica de este pueblo indígena, Terrazas se ha aproximado a una poesía ingenua —como llamó Schiller a la primera poesía— y ha logrado, apoyado en la cultura wixarika, crear una fuerte percepción, excepcionalmente abstracta y, a la vez, concreta. Desde la perspectiva de la poesía, la rima del círculo y el cuadrado aparece, de manera inmediata, como una idea equívoca. ¿Cómo hacer coincidir lo anguloso con lo fluido?, ¿la consonancia exacta con la cacofonía violenta? Parece un despropósito. Sin embargo, eso es lo que ha ocurrido de manera esencial en la historia de la pintura y también desde luego en la de la poesía.
La reciprocidad entre cosas diversas, contradictorias, es el germen de la música y por eso los verbos riman con los nombres y los adjetivos con los pronombres, aunque, muchas veces, la armonía no sea evidente o no sobresalga al final de un verso. Es asombroso ese enorme catálogo de asonancias y consonancias que Terrazas ha vuelto a encontrar entre el círculo y el cuadrado.
AQ