El pasado 23 de abril se conmemoraron los doscientos cincuenta años del natalicio de Joseph Mallord William Turner (1775-1851), alta bandera del romanticismo británico que ondeó tanto en el orbe etéreo de los impresionistas como en el imperio de los signos de la pintura abstracta. El exigente crítico John Ruskin, estudioso y albacea de Turner, llegó a ponderar la impresión por encima de la descripción: “La luz despojada de toda sombra —apuntó— deja de disfrutarse como luz.” Por ello se rindió al hechizo que suscita el fulgor inconfundible de Turner, un fulgor que ni en sus matices más cegadores e impetuosos rehúye la comunión con las tinieblas. Y precisamente los juegos de la luz serían una de las preocupaciones fundamentales del movimiento impresionista.
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Casi tres décadas antes de que Claude Monet creara Impresión, sol naciente (1872-1873), panorama del puerto francés de El Havre que bautizaría el impresionismo, Turner trabajaba con inquietudes plásticas similares. Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste (1844), obra perteneciente al acervo de la National Gallery de Londres, muestra con claridad este preimpresionismo aunque también permite intuir cierta propensión hacia el abstraccionismo. Para obtener un efecto más físico e incluso sensual en sus telas, Turner empleaba dedos y uñas —que no se cortaba— para aplicar y herir los colores que para él no eran sino diversas encarnaciones o emanaciones del resplandor solar que tanto le fascinaba.

Turner fue dueño de un talento inaudito que se manifestó desde temprana edad. Hijo de William Turner, un peluquero que fungiría como su aliado principal, el artista dejó la casa familiar en la capital de Inglaterra cuando tenía apenas diez años debido a un brote de la enfermedad mental que acabaría por conducir a su madre Mary Marshall primero al Hospital para Lunáticos de San Lucas en Old Street y finalmente al hospital psiquiátrico de Bedlam en Moorfields, donde fallecería en abril de 1804 sepultada por el olvido aunque su nombre sería grabado junto con el de su esposo en la placa conmemorativa que el hijo de ambos mandaría colocar en la iglesia de San Pablo en Covent Garden. Instalado con su tío materno Joseph Marshall en Brentford, un pequeño pueblo situado en la confluencia de los ríos Brent y Támesis, Turner comenzó a colorear grabados localizados en libros. En 1786, al cumplir once años, se trasladó a Margate, poblado costero del condado de Kent al que volvería en varias ocasiones. Fue allí donde dio inicio a su carrera artística con dibujos de asombrosa calidad que empezaron a exhibirse en la vitrina del negocio paterno en Maiden Lane. Las ventas por escasos chelines no tardaron en presentarse. En 1789, Turner fue enviado de nueva cuenta con su tío Joseph, avecindado ahora en Oxford, donde produjo un cuaderno dedicado exclusivamente al boceto a lápiz hecho en locaciones específicas, que se convertiría en la técnica esencial para desarrollar sus cuadros.
A finales de 1789, Turner ingresó en la escuela de la Real Academia de las Artes de Londres, donde su precocidad provocó un enorme revuelo. En 1790, poco después de arrancar sus estudios, fue aceptado formalmente como miembro de la Academia por el primer presidente de esta, Sir Joshua Reynolds. Aunque su interés inicial era la arquitectura, Turner se inclinó hacia la pintura gracias a la insistencia de algunos maestros. El artista que tuvo la mayor influencia en su educación fue el grabador y pintor Thomas Malton el Joven, cuya obra más célebre se publicó en 1792: A Picturesque Tour Through the Cities of London and Westminster, que incluyó un centenar de aguatintas.
El primer trabajo que Turner expuso en la Academia cuando tenía apenas quince años fue una acuarela. A partir de esa experiencia se hizo costumbre la exhibición anual de obras suyas. Su destreza comenzó a descollar y a desbordar el ámbito estrictamente académico. Las clases de dibujo con réplicas escultóricas dieron paso a sesiones con modelos en vivo, pero la verdadera pasión de Turner se hallaba en el paisaje. Fue por esa razón que durante su etapa de aprendizaje decidió peregrinar por diferentes regiones de Inglaterra, realizando recorridos de los que regresaba con bocetos para cuadros.
En 1796, cuando tenía veintiún años, el artista expuso en la Academia su primer óleo, Pescadores en el mar. El imponente manejo de la luz y la sombra, que otorga un dramatismo sublime a la escena marítima, afianzó el prestigio de Turner. Con esta obra maestra el público londinense vio la llegada de un nuevo paisajismo: la naturaleza ya no sería la misma al plasmarse en un lienzo. Gracias al impulso romántico de ligar paisaje exterior con paisaje interior, Turner pudo adelantar el impresionismo. Pero lo que también impacta en su pintura es el modo en que el orbe que conocemos va diluyéndose y ganando abstracción por efecto de la luz.
Entre septiembre de 2009 y enero de 2010, la galería Tate Britain fue la sede de un encuentro planeado para que Canaletto, Claude Lorrain, Nicolas Poussin, Peter Paul Rubens, Tiziano y Rembrandt van Rijn se enfrentaran con Turner, uno de sus pupilos más famosos. Bautizada como Turner and the Masters, la exposición me hizo evocar aquel septiembre de 2003 en que emprendí mi primer viaje a Londres y, desdeñando las advertencias de un amigo que —al igual que yo— rehúye el barullo turístico hasta donde es posible, me dejé arrastrar por el flujo de esa ciudad que permanece unida a nuestra imaginación gracias al cordón umbilical del Támesis. Hospedado en un hotel a escasas cuadras de Kensington Gardens, aproveché mi estadía no sólo para asimilar la poética de los parques y el olor a historia profunda sino para practicar una errancia museística que me depositó, una mañana en que el pizarrón celeste era alterado apenas por los jets y sus trazos de tiza llamados contrails, en la Tate Britain. Ahí me topé cara a cara con Turner, o mejor, con el mundo según Turner: un mundo moldeado literalmente con las manos y conquistado por una luz que late con la fuerza de un corazón encendido, como si el artista acechara detrás de cada tela con una flama o una linterna dirigida justo al centro de la escena elegida. Ahí leí lo que Henri Matisse escribió en 1943: “Turner vivía en un sótano. Una vez a la semana pedía que los postigos se abrieran y entonces, ¡qué incandescencia! ¡Qué deslumbramiento! ¡Qué joyas!” Me pregunté si el sótano sería el de la pequeña casa que Turner adquirió en 1846 en Chelsea, en el número 6 de Davis Place, donde aumentó su misantropía y fue atendido hasta su deceso por Sophia Booth, la segunda de sus amantes reconocidas. (Fiel a su idea de que el matrimonio y las artes no combinan, el pintor no se casó ni siquiera con Sarah Danby, madre de sus hijas Evelina y Georgiana y modelo para sus dibujos eróticos.) En esa casa, rodeado por los fantasmas de su padre William —el cómplice devoto que fungió como asistente, cocinero y jardinero ocasional hasta su fallecimiento en septiembre de 1829— y de su madre —cuya frágil salud mental se fracturó por completo con la muerte de Mary Ann, su hija de cuatro años, acaecida en 1783—, Turner expiró con una frase consagrada al fulgor: “El sol es Dios”.

Un sol no divino sino malévolo, la pupila de un ser colosal escondido entre las nubes, preside Aníbal cruzando los Alpes: el cuadro que pude ver en la Tate Britain, cerca de los objetos rescatados del último hogar de Turner —una paleta, tres pinceles y una caja metálica con óleos y pigmentos—, y en el que el artista “tan inglés como una taza de té” cede el paso al “pintor del caos, la conflagración y el apocalipsis: el poeta cockney próximo a la locura”, en palabras de Simon Schama. Ambientado al inicio de la Segunda Guerra Púnica, el lienzo recrea la táctica militar más destacada de la antigüedad: la travesía emprendida en octubre de 218 a. C. por Aníbal Barca, el general cartaginés cuyo ojo perdido luego de una oftalmía no le impidió aguzar una mirada estratégica. Al frente de un ejército integrado por cuarenta y seis mil soldados de distintas etnias y treinta y siete elefantes, Aníbal se internó en la cordillera alpina para tomar por sorpresa a las tropas romanas que esperaban la invasión de Italia; las condiciones meteorológicas extremas, sin embargo, acabaron por mermar sus huestes casi a la mitad. Este episodio, una prueba más del dominio de la naturaleza sobre el hombre patente en toda su obra, resurgió en la memoria de Turner como una metáfora de las guerras napoleónicas en 1810 mientras pasaba una temporada en Farnley Hall, la finca de su amigo Walter Fawkes ubicada en Yorkshire. Un día el artista salió a caminar con el hijo de Fawkes por las llanuras de los alrededores y, al notar que se incubaba una tormenta, ambos empezaron a dibujar; una vez concluido el arrebato que le permitió elaborar apuntes de color y forma, Turner enseñó el resultado al niño y dijo: “En dos años verás esto y se titulará Aníbal cruzando los Alpes”. Y así fue: en 1812 el cuadro se exhibió en la Real Academia de las Artes, acompañado por versos del extenso poema (“The Fallacies of Hope”) que secundaría otras aventuras plásticas. Turner, dice Schama, “hace algo increíble con la tempestad de Yorkshire: no es sólo un clima pintoresco sino un juicio cósmico”. Y algo más, pensé, observando a Aníbal montado en su elefante Surus y reducido a una sombra recortada contra la furia de los elementos: es la evidencia de que la luz del arte terminará siempre por deslumbrar a la historia. En este óleo donde el romanticismo deriva hacia la abstracción en unos cuantos trazos, J. M. W. Turner demuestra que todo, aun la oscuridad y sus marejadas hambrientas, está iluminado por su pincel.
AQ