En la mezquita del Bazar egipcio agradecí
a un pueblo capaz de prodigar colores,
cuchillos, columnas, candelabros, bóvedas,
especias, cánticos, reposo de cojines blandos,
nerviosidad de un viejo imperio.
Los minaretes son antenas de paz,
brocales cincelados en caligrafía.
Los minaretes son botellas de cuello enhiesto
vertiendo el bálsamo que llena el Cuerno de Oro
y que, al calor de la luna creciente, hecho perfume,
se evapora por encima de una estrella.
Cruce de los tiempos, acaso seas tú el Centro.
Lo saben las catacumbas, las lenguas en su repertorio de secretos,
lo saben el incienso del Pantocrátor en su casa de madera,
las ropas amplias, las calles empinadas.
Porque tienes todo, Estambul, en abundancia y sentimiento,
incluso los aprietos,
porque a ti, más a que a ninguna ciudad
confluyen todos los rostros,
te dejo una plegaria fresca con sabor a pistache,
ligera letanía con regusto a almendras, té y ciruelas.
Te dejo también el recuerdo de un atardecer
en el barrio de Moda, sobre los peñascos frente al Bósforo,
en la más perfecta compañía. Y al fondo el tiempo.
Te dejo lo demás. Manteles impolutos, raki en el barrio de Taxim,
hombres que ven a los ojos
y un racimo de muchachas irables.
Porque cuando dejé el puerto de Anatolia
cada gaviota que seguía al barco tenía nombre de mujer:
al fin pañuelos blancos atados a la popa, cometas
bajo una bóveda estrellada.
En la Mezquita Azul
recité los noventa y nueve nombres
según los fue dictando mi ignorante corazón.
Espero ser recordado, oh Estambul,
entre el desgranar de las cuentas de tus dedos.
AQ