Últimamente, el presidente estadunidense ha dedicado bastante tiempo a redecorar el Despacho Oval. El resultado solo puede calificarse de dorado infierno rococó. Si el aspecto de nuestro líder es una representación del país, ¿esto es lo que somos?
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Desde que el presidente Donald Trump comenzó a decorar el Despacho Oval en febrero, ha habido un torrente constante de artículos que condenan sus elecciones de diseño. Y lo cierto es que el rediseño ha sido significativo.
Hay un desfile de objetos dorados en la repisa de la chimenea, relegando la tradicional hiedra sueca a un invernadero. Apliques rococó dorados, casi idénticos a los de la finca Mar-a-Lago de Trump, están pegados a la chimenea y a las paredes del despacho con el mismo nivel de consideración estética que un niño da a la cara de su muñeca antes de cubrirla de esmalte de uñas.
En lo que parece un intento de cohesionar la sala, unas incrustaciones florales doradas forman una cadena alrededor de la cornisa. Incluso los pomos de las puertas están muy pulidos, para que brille el sello presidencial que llevan.
En cuanto a las obras de arte del despacho, Trump, un hombre con una sensibilidad de más es más, eligió lo que los decoradores llaman un estilo galería.
Una decena de retratos presidenciales enmarcados en oro recorren las paredes del Despacho Oval. Fuera de su despacho, hay incluso una copia de su ficha policial impresa en la portada del New York Post.
Lo más insólito del despacho son los dos espejos dorados que cuelgan a ambos lados de la chimenea. Esto es tan típico de Trump que me sorprende que no se le ocurriera antes. Cuando te pones delante de uno, tu reflejo se une al panteón de grandes líderes que hay sobre ti. Es como dicen: en Estados Unidos cualquiera puede llegar a presidente.
En 2017, el periodista Peter York calificó la estética de Trump de “dictador chic”, al comparar su apartamento en el último piso de un edificio de Nueva York con las casas de Muamar el Gadafi.
Otros han mirado más atrás en la historia, en busca de un análogo. Muchos han llegado a la conclusión no solo de que el estilo de Trump es propio de reyes y déspotas, sino también de que es francés.
Por un lado, no se equivocan. La decoración que Trump ha esparcido por el Despacho Oval se inspira en el barroco y el rococó europeos de los siglos XVII y XVIII, cuando el poder se demostraba mediante ornamentadas muestras de grotesca abundancia.
Las molduras de pan de oro y los grandes espejos llenaban las paredes de los palacios barrocos, desde Versalles hasta el palacio de Peterhof.
Pero a principios del siglo XVIII nació el rococó, un estilo aún más llamativo, caracterizado por su asimetría, sus zarcillos arremolinados y sus conchas doradas.
A menudo criticado por ser puramente decorativo e intelectualmente vacuo, se convertiría en una metáfora visual perfecta de las cortes reales europeas del siglo XVIII: personajes poco serios envueltos en adornos dorados y olanes de color pastel.
Pero el rasgo más perdurable del rococó ha sido su adopción por la burguesía. Al sustituir el mármol y el oro por el estuco y el bronce dorado, el esplendor ornamental antes reservado a dioses y reyes estaba ahora al alcance de los comerciantes y de una creciente clase media.
El rococó fue en sí mismo revolucionario, en parte porque trastornó la jerarquía establecida al hacer que el yeso moldeado pareciera tan bueno como el oro macizo. Cuatrocientos años después, su extravagancia barata sigue siendo elitista y democrática a la vez.
Úsalo como plebeyo y podrás sentirte como un rey. Úsalo como un rey y puede hacer que te lleven a la guillotina.
Lo que sea que Trump esté haciendo con las paredes del Despacho Oval no es francés; es profundamente estadunidense. El Estados Unidos prerrevolucionario estaba inundado de diseño rococó. Incluso uno de los revolucionarios más famosos, Paul Revere, platero de profesión, era conocido por sus artículos rococó para el hogar.
Después de la Revolución, como buen patriota, se pasó al neoclasicismo, un estilo pesado y serio que es una metáfora adecuada de lo que Estados Unidos quería ser: una democracia para el pueblo, no para un rey.
Cuando hablamos del diseño estadunidense, tendemos a preferir nuestra fantasía neoclásica a la dorada. Es casi como si nos avergonzara lo mucho que queremos parecernos a los reyes.
El rococó estadunidense es cosa de burbujas. Surge cuando el 1 por ciento está prosperando, cuando los dirigentes del gobierno tienen un exceso de confianza y las nuevas tecnologías provocan una gran incertidumbre. Celebra el consumo ostentoso y hace guiños a la estabilidad percibida del pasado.
El primer mapa de los incipientes Estados Unidos, de 1784, presentaba un ramillete rococó de hojas de helechos arremolinadas, una bandera estadounidense y querubines, todo lo cual quedaría como en casa metido en uno de los frontones del despacho de Trump.
Desde entonces, el rococó ha seguido siendo una parte importante del lenguaje vernáculo estadunidense. Se convirtió en el adorno favorito de pistolas, estufas y radiadores estadunidenses y, cuando empezaron a aparecer las primeras cajas registradoras en 1879, por supuesto, muchas de ellas también eran rococó chic.
Cuando nació Trump, en junio de 1946, se avecinaba un renacimiento rococó en Estados Unidos de la posguerra. Las revistas de diseño del hogar estaban llenas de anuncios de cortinas de gasa que caían como mangas de reinas con olanes.
Las habitaciones modernas estaban llenas de muebles de reproducción del siglo XVIII, arqueados y ornamentados. Los juegos de cubiertos estaban ribeteados con florecillas y conchas marinas.
En la moda femenina, el “nuevo look” de Christian Dior traería de vuelta las siluetas femeninas exageradas, con cinturas pequeñas y faldas llenas de volumen, una forma popular por última vez en el siglo XIX.
Pero para 1960 las líneas duras del modernismo de mediados de siglo llenaban esas mismas revistas. Durante el resto del siglo XX, el rococó fue un actor secundario, que entraba y salía de la moda. Hasta el cambio de milenio, los estadunidenses no volvieron a ser totalmente rococó.
En 1997, tras tremendas pérdidas financieras, Trump publicó el libro The Art of the Comeback. La portada mostraba un retrato suyo haciendo pucheros ante la cámara, sobre un fondo de oro macizo, y el interior estaba repleto de nombres y descripciones jactanciosas de sus hazañas empresariales.
Ese año, su departamento dorado fue un sustituto del de un multimillonario ficticio en la película El abogado del diablo. Todo ello pretendía demostrar que, de hecho, él sí le gustaba a la gente famosa, que era tan importante como siempre y que, independientemente de las pérdidas financieras, el nombre de Trump seguía siendo sinónimo de riqueza ostentosa.
En 1998, The New York Times resumió las últimas tendencias de la moda. Entre ellas: “volantes, flecos y dobladillos asimétricos”, “Ivanka Trump” y “religión (culto a los famosos)”. Cuando Trump contraatacó, el rococó también lo hizo.
Resulta que el rococó fue el acompañamiento visual perfecto para un momento que duró las dos décadas siguientes. En los años siguientes, las nuevas tecnologías remodelarían la clase media y un pequeño puñado de estadunidenses se harían muy, muy ricos. Algunos de esos estadunidenses ricos se convirtieron en estrellas de la televisión.
Hubo programas que documentaban la vida de los millonarios —The Simple Life (2003), Keeping Up With the Kardashians (2007)— y programas en los que los estadunidenses intentaban convertirse en millonarios —Who Wants to Be a Millionaire (1999), Who Wants to Marry a Multi-Millionaire? (2000).
Y, por supuesto, hubo un programa que era ambas cosas: El Aprendiz (2004). En la telerrealidad, presenciamos argumentos barrocos y dramas frívolos, la colisión de la alta sociedad y el bajo arte y, por supuesto, la evidente fachada de la riqueza performativa.
Así fue hasta que el desplome bursátil de 2008 tuvo un efecto aleccionador, y la reacción a la extravagancia real de estos millonarios fue brusca, durante un tiempo.
Justo antes de las elecciones de 2016, Fran Lebowitzllamó a Trump “la idea que los pobres tienen de una persona rica”. En la campaña electoral, no parecía ni sonaba como el resto de los nuevos multimillonarios estadounidenses. No era pulido ni suave.
Su aspecto era chapucero, extraño, carente de toda pulcritud. ¿Y todo ese oro en su casa? Bueno, sí, parecía falso. Era rococó. Era un tipo normal que se acomplejaba por su riqueza, algo que los estadunidenses habían estado haciendo durante los últimos 20 años. Por no hablar de los últimos 240.
El año pasado, los pronosticadores de tendencias predijeron el regreso del rococó. Llevaban años insinuándolo. El zapato de moda en 2021 era una zapatilla de malla que recordaba al zapato que se dice que perdió María Antonieta camino de la guillotina.
En 2022, cuando el cuadro de la artista neorococó Flora Yukhnovich se vendió en una subasta por más de 3 millones de dólares, los críticos pregonaron el regreso del arte rococó.
El rococó apareció en las pasarelas de moda en 2023 y 2024, y era tan prominente en Pinterest que, en 2025, Target entró en acción, publicando un tablón de tendencias rococó que señalaba a los compradores espejos dorados y querubines en tonos pastel. El estampado de los productos era un damasco gris claro, casi idéntico al papel tapiz que cuelga en el Despacho Oval de Trump.
En noviembre, un país enamorado (otra vez) de la riqueza populista eligió (otra vez) a un presidente rococó. En el Estados Unidos de Trump, todo es oro. ¿Nuestro nuevo escudo antimisiles de 175 mil millones de dólares? Es una cúpula dorada, por supuesto. Y a juzgar por las imágenes en 3D, convertirá todo el país en una reluciente bandeja de queso dorada.
¿Quieres venir a Estados Unidos con el visado EB-5 para inmigrantes inversores? Seguramente te refieres a la tarjeta dorada de Trump. A diferencia de la última versión, cuesta cinco millones de dólares, pero te permite no pagar impuestos estadunidenses por tus ingresos en el extranjero.
Entonces, ¿esto es lo que somos?
Hay algo muy estadunidense en un hombre que quiere ser rey y revolucionario a la vez. Y hay algo muy estadunidense en la ambición por el oro. No deberíamos olvidar que grandes áreas de esta nación se desarrollaron y destruyeron gracias a ello. Y no debemos olvidar que nuestra riqueza se ha utilizado a menudo no para mejorar la comunidad, sino para el enriquecimiento personal.
Esta primavera, Trump invitó a la presentadora de Fox News, Laura Ingraham, al Despacho Oval para mostrar sus habilidades redecorativas. Señaló la decoración rococó.
“La gente ha intentado inventar una pintura dorada que pareciera oro, y nunca lo han conseguido”, le dijo. “Por eso esto es oro”.
Pero los que lo vemos en casa sabemos que el tiempo siempre revela que el rococó no es más que yeso dorado. Por desgracia para Estados Unidos, nos gusta así.
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ksh