Ya es tiempo del segundo borrador de globalización

Ante un modelo que se desmorona, uno nuevo se vislumbra: una combinación de mercados abiertos con objetivos nacionales, dirigido a las personas y los lugares que quedaron atrás la primera vez

La economía global se encuentra en una situación extraña: sabemos más sobre los próximos siete años que sobre los próximos siete días.

Durante casi dos meses he viajado por el mundo y he escuchado la misma pregunta: ¿qué va a pasar con los aranceles? Solo hay conjeturas. El peor escenario posible es desolador: crisis de oferta, espiral inflacionaria, desaceleración económica. Pero, a estas alturas, las conjeturas se han convertido en una mercancía, que ya se tomó en cuenta, y se especula hasta el cansancio y que se repite sin cesar en los titulares.

Esa es la historia de los últimos siete días. La historia de los últimos siete años es más discreta, pero mucho más trascendental.

Los aranceles de la istración de Donald Trump son el síntoma de una reacción negativa a la era de lo que puede llamarse “globalismo sin barandales”. El producto interno bruto (PIB) mundial creció más desde la caída del Muro de Berlín en 1989 que en toda la historia registrada hasta entonces. Pero los beneficios no se repartieron de manera equitativa. Los inversionistas del S&P 500 obtuvieron una rentabilidad superior a 3,800 por ciento. Los trabajadores del cinturón industrial, no.

Por tanto, no es una sorpresa que este modelo de globalización se esté desmoronando; sin embargo, su sustituto propuesto —el nacionalismo económico detrás de fronteras cerradas— ya no resulta más convincente.

La verdadera pregunta es qué reemplaza al modelo que nos llevó a este punto. Y la respuesta empieza a vislumbrarse. No se trata ni del globalismo ni del proteccionismo, sino de una combinación: mercados abiertos con objetivos nacionales —y trabajadores— en mente.

En el corazón de este nuevo modelo se encuentran los mercados de capitales: bolsas donde la gente invierte en acciones, bonos, infraestructura, en todo. ¿Por qué? Porque los mercados son especialmente adecuados para transformar el crecimiento global en riqueza local, aunque, si nos remontamos a la historia, eso no siempre ha sucedido.

Bajo la globalización, el dinero a menudo buscaba rentabilidad en todo el mundo sin beneficiar necesariamente a la gente de casa. Deberíamos seguir queriendo que el capital fluya de manera libre hacia las oportunidades; eso es lo que hace que los mercados sean eficientes. Pero eso no significa que los países no puedan dirigir una mayor parte de ese capital a sus países de origen.

En un modelo más en sintonía con lo nacional, los mercados canalizan los ahorros de los ciudadanos hacia empresas e infraestructuras locales. Las ganancias fluyen de vuelta a las personas, ayudándolas a costear viviendas, educación y jubilación. En pocas palabras: las personas impulsarán el crecimiento económico de su país y serán propietarias de una parte.

¿El primer paso? Ayudar a más personas a convertirse en inversionistas. Este es el cambio más profundo que estoy observando en la economía. Los gobiernos se replantean para quién son los mercados. Durante décadas, sirvieron principalmente a los ciudadanos más ricos y a las instituciones más grandes de los países. Ahora, las naciones están democratizando los mercados al reconocer que el mismo trabajador de fábrica que la globalización dejó atrás también puede convertirse en un inversionista.

Tomemos como ejemplo a Japón. Hasta hace poco no contaba con incentivos fiscales para invertir para la jubilación. Ahora su programa Nisa está en auge, la suscripción superó 25 millones el año pasado. Mientras, los legisladores estadunidenses están considerando una versión de mercado de los baby bonds (bonos para bebés): una cuenta de inversión para cada estadunidense al nacer. Incluso un depósito modesto puede convertirse, al cumplir 50 años, en un colchón de jubilación o un fondo para la universidad.

Pero atraer más inversionistas apenas es la mitad de la batalla. Todo mercado tiene dos caras: los que invierten y los lugares donde el capital se pone a trabajar. Garantizar que se ponga a trabajar a escala nacional es difícil, y en Europa, por ejemplo, desató un ajuste de cuentas económico.

El capital no puede impulsar el crecimiento si está atrapado en la burocracia. Sin embargo, la Unión Europea opera bajo 27 sistemas legales diferentes. E incluso si se sortean esos trámites burocráticos y se decide invertir —por ejemplo, en una compañía de energía— puede tomar 13 años tan solo autorizar una línea eléctrica. Se puede respaldar ese proyecto para satisfacer la creciente demanda de centros de datos, pero si esos centros entrenan inteligencia artificial (IA), se desencadena una capa de regulación completamente nueva. El resultado es la parálisis. Los europeos ahorran más del triple de sus ingresos que los estadunidenses, pero invierten mucho menos.

Sin embargo, la situación en Europa está cambiando. Existe un impulso cada vez mayor para eliminar las barreras que frenan el capital: permisos más rápidos, menos burocracia en inteligencia artificial, un marco regulatorio único en lugar de 27 y, lo más importante, una verdadera unión de ahorro e inversión. Si yo fuera un político de la Unión Europea, esa unión sería mi principal prioridad. Los inversionistas estarán muy atentos para ver si las reformas se mantienen.

Por supuesto, la expansión de los mercados no lo solucionará todo. Si no se controla, la financiarización puede alimentar la desigualdad. Ese fue el primer borrador de la globalización: una riqueza enorme, distribuida de forma desigual, sin pensar en quién se beneficiaba ni dónde. Lo que está surgiendo ahora es el segundo borrador de la globalización, una reglobalización diseñada no solo para generar prosperidad, sino para dirigirla hacia las personas y los lugares que la primera vez se quedaron atrás.


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  • Presidente y Director ejecutivo de BlackRock
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@The Financial Times Limited 2025. Todos los derechos reservados . La traducción de este texto es responsabilidad de Milenio Diario.

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