• De la ex hacienda custodiada por 'El Tigre de Santa Julia' al albergue de madres buscadoras

  • Algunas madres buscadoras buscan a los criminales para entender por qué atacaron a sus seres queridos.
La madres buscadoras han encontrado consuelo entre ellas mismas (Cuartoscuro).

Y como todo lugar con alma, esta casa de religiosas —que hoy alberga a madres buscadoras— tiene una leyenda. Cuentan que por estos rumbos andaba suelto un hombre peligroso, El Tigre de Santa Julia. Un bandido, dicen.

Pero los archivos y la memoria narran otra verdad. Ese supuesto “bandido”, José de Jesús Negrete, protegió a nuestras madres fundadoras —dice la madre Saraí Hernández Aguilar—. Fue un justiciero, una suerte de Robin Hood mexicano. Robaba, sí, pero no por codicia, sino para alimentar a quienes nada tenían. Muy lejos de las caricaturas que hicieron de él los periódicos y el cine, fue un protector en la sombra.

La leyenda de El Tigre de Santa Julia 

—Una de nuestras madres lo conoció —afirma Saraí—. Volvía al convento al anochecer, apresurada, temerosa, cuando un hombre se le cruzó en el camino.

—¿Por qué tanta prisa, madre? —le preguntó.

—Dicen que por aquí ronda El Tigre de Santa Julia… y que es muy malo.

El hombre le tomó el hombro con suavidad y respondió:

—No tema, madre. Yo soy El Tigre de Santa Julia… y a ustedes, yo las voy a cuidar.

Y así fue.

En tiempos oscuros —durante la Guerra Cristera y la persecución religiosa— El Tigre cuidó de esta casa y de sus religiosas.

—Creemos que incluso este rincón bajo nuestros pies, tan frío y tan hondo, fue sótano para esconder sacerdotes —cuenta la madre Saraí en entrevista con MILENIO—, cuando la fe debía ocultarse y los hábitos convertirse en ropa civil.

La antigua casa, de muros fríos y alma viva, respira historia entre ladrillos. Hoy se llama Centro de Espiritualidad San José del Carmen, pero sus raíces se hunden en lo que fue la Ex Hacienda de la Ascensión, en el antiguo barrio de Santa Julia —hoy colonia Anáhuac—, donde llegaron las primeras Carmelitas Misioneras de Santa Teresa a México.

Allí, en 1903, cuatro mujeres valientes encendieron una llama de fe. Aceptaron la donación del terreno hecha por el Arzobispado, en uno de los barrios más peligrosos y despoblados de la ciudad. También aceptaron la protección del temido Tigre de Santa Julia.

Madres buscadoras comparten su dolor

Más de un siglo después, esa historia de resguardo volvió a tocar las puertas de la casa.

La madre Saraí Hernández Aguilar llegó con una maleta y una herida abierta: la desaparición y asesinato de su primo hermano en Chiapas. Esa noche del 22 de agosto de 2023, cuando sus padres le dieron la noticia, su vida cambió para siempre.

—Lo encontraron cuatro días después, enterrado… lo martirizaron con saña —recuerda, con dolor inmenso.

Esa noche lloró, oró y comprendió que su vocación tomaba un nuevo rumbo. Al amanecer, pidió a su comunidad abrir los portones de la casa… no sólo las de madera, sino también las del servicio. Era momento de recibir a otras mujeres con historias rotas: las madres buscadoras.

—Estoy aquí, abriendo las puertas de esta casa, porque Dios ha querido que esta vocación mía abrace otros dolores.

Desde entonces, el Centro de Espiritualidad se convirtió en algo más que un convento: es hogar, consuelo, trinchera. Comenzaron a llegar madres de todos los rincones del país —de Baja California, Michoacán, Guerrero, Tamaulipas—, cargando mochilas, pancartas, fotos de sus hijos desaparecidos, frases de amor estampadas en sus camisetas. No buscaban caridad. Buscaban a sus hijos.

—Hermana, ¿puede recibirnos? Vamos a la Fiscalía…

Algunas, ahí mismo, recibieron la noticia más temida:

—Los encontraron… en una bolsa negra…

Una madre se aferró al hábito de una hermana y dijo:

—Gracias… si no recibo la noticia aquí, me hubiera vuelto loca.

Otra se encerró en un cuarto. Las hermanas prepararon té, ofrecieron silencio, alcohol en las sienes para evitar el desmayo… y oración, mucha oración.

Madre Génova Gutiérrez no necesita palabras rebuscadas. Ella abre la puerta, sirve café, tiende la mesa. Cuando una madre buscadora cruza el umbral, algo en su alma brilla.

—Yo me siento feliz… de que el Señor nos permita hacer esta labor.

Y así, aquella ex hacienda que un día fue protegida por un bandolero legendario, hoy renace como santuario de amor, justicia y dignidad.

Para las hermanas, esta casa es como el Betania de Jesús: un lugar seguro, donde Él podía descansar y compartir con los suyos. Un refugio sagrado.

En la capilla, las madres pueden gritar, hablar con Dios, orar.

Madre Claudia del Pino, terapeuta y religiosa, ha sido testigo de los milagros que ahí suceden: especialmente el de la resiliencia hecha carne.

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RM

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Claudia Solera
  • Claudia Solera
  • Periodista de investigaciones especiales desde hace 16 años en medios nacionales e internacionales. Premio Roche 2020 de Periodismo en Salud. Periodista por la Universidad de los Andes de Colombia.
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