El siempre joven novelista

Los paisajes invisibles

Vargas Llosa inspiraba simpatías o malquerencias, adhesiones o discrepancias, su rebeldía iba a contracorriente de las masas y los dogmas.

Mario Vargas Llosa comparaba a la vocación por la escritura con una solitaria que esclaviza a quien acepte servirle de morada. Su analogía, no del todo original o novedosa pues algo parecido halló en Historia de una novela de Thomas Wolfe, la crónica del proceso creativo en que el escritor estadunidense identifica a su demandante musa con un gusano que lo invade a través del corazón y de ahí sube para enroscarse en su cerebro y lo devora hasta borrarle la memoria y drenar su espíritu, le sirvió como punto de partida de Cartas a un joven novelista (1997), el ejercicio al que tarde o temprano sucumben los autores para exponer sus postulados sobre el arte, las certezas, las obsesiones personales, y a veces también como un examen de conciencia estética.

Como Rilke o James Joyce, como Fuentes, Cortázar, Sabato, Kundera o Umberto Eco y un largo etcétera, en su breve epistolario Vargas Llosa señaló las coordenadas, que no fórmulas ni métodos, que ha de seguir un buen narrador, pero no en un tono didáctico sino con el matiz del escribidor que se asume, paradójicamente, tan novel como el hipotético joven al que dirige sus misivas, ya que al igual que en La orgía perpetua (1978), su ambicioso estudio sobre Madame Bovary y Flaubert, en esas páginas asoma, una y otra vez, la entraña del rebelde, del inconformista que fantasea mundos mejores, sin perder de vista el carácter subversivo de tan noble oficio: “bajo su apariencia inofensiva, inventar ficciones es una manera de ejercer la libertad y de querellarse contra los que —religiosos o laicos— quisieran abolirla. Ésa es la razón por la que todas las dictaduras —el fascismo, el comunismo, los regímenes integristas islámicos, los despotismos militares africanos o latinoamericanos— han intentado controlar la literatura imponiéndole la camisa de fuerza de la censura”.

No obstante, en él la libertad trascendió la mera imaginación. Por ejemplo, en 1971 se desencantó de la revolución cubana por el caso Padilla, el poeta encarcelado debido a sus críticas al régimen. En 1976, como presidente del PEN Internacional, enfrentó al dictador argentino Jorge Rafael Videla con una explosiva carta que dio la vuelta al mundo, en la que denunció la persecución, secuestro, tortura y asesinato de artistas e intelectuales. A la postre, renunciaría al PEN más de cuatro décadas después, en 2019, por su desacuerdo con el referéndum independentista de Cataluña.

Liberal, furibundo crítico de la cultura política bananera, su talante más conspicuo, al igual que en sus ficciones, fue la lengua franca, sin ambages, con la que siempre expresó su parecer. Nadie olvida que tras su fallida incursión como aspirante a la presidencia de Perú en 1990, postulado por el Movimiento Libertad fundado por él mismo, se atrevió a decir en el encuentro “La experiencia de la libertad”, organizado por la revista Vuelta de Octavio Paz y transmitido por Televisa, que “México era una dictadura perfecta”, lo que le valió el aplauso de las oposiciones, muchos de ellos ahora disfrutando de las mieles del poder, y la descalificación o incluso el repudio de cierto sector que en aquel momento se encaramaba alegremente en los brazos del Ogro Filantrópico, porque Vargas Llosa, sí, inspiraba simpatías o malquerencias, adhesiones o discrepancias, su rebeldía se apuntalaba en ir a contracorriente de las masas y los dogmas, de los líderes hipócritas, los populistas, los ingenuos, los reaccionarios.

La naturaleza del artista: “el novelista auténtico es aquel que obedece dócilmente aquellos mandatos que la vida impone, escribiendo sobre esos temas y rehuyendo aquellos que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a su conciencia con carácter de necesidad. En eso consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas”.

AQ

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