• Rosario Castellanos, la palabrista que vino del sur

  • Centenario

Rosario Castellanos alrededor de 1960. (Colección Gabriel Guerra Castellanos)

En este homenaje póstumo, José Emilio Pacheco retrató a la autora de ‘Balún Canán’ como la mujer que supo transformar su dolor y conciencia crítica en una obra viva.

Tras la muerte de Rosario Castellanos el 7 de agosto de 1974 a los 49 años, José Emilio Pacheco reunió y prologó una selección de textos periodísticos que la poeta había publicado en las páginas editoriales de Excélsior y en el suplemento Diorama. El uso de la palabra (México, Ediciones de Excélsior) llegó a librerías y puestos de periódicos a comienzos de 1975. La edición de 25 mil ejemplares estuvo al cuidado de Danubio Torres Fierro y de JEP. Este prólogo fue recuperado como epílogo en el tomo inicial de Mujer de palabras, compilación en dos tomos de los “Artículos rescatados” de Rosario Castellanos (UNAM/ FCE, 2024), que publicamos con autorización de las herederas de JEP. Jesús Quintero Mena


Elena Poniatowska ha dicho que, con la tesis que Rosario Castellanos presentó en 1950 sobre cultura femenina, justamente para negar la existencia discriminatoria de una cultura femenina, se establece el punto de partida intelectual de la liberación de las mujeres en México.

Por su parte, Carlos Monsiváis escribió hace diez años que Rosario Castellanos inicia la literatura de la mujer mexicana. Ella hizo posible que comenzaran a hendirse las murallas de Nepantla —la tierra de en medio, la tierra de nadie—, que desde sor Juana había sido el recinto y la cárcel de nuestras escritoras. Gracias a Rosario Castellanos, las mexicanas reencontraron su voz.

El cambio de actitud se ha vuelto tan radical que es difícil, en este sentido, hacerle justicia inmediata a Rosario Castellanos. Cuando se relean sus libros se verá que nadie en este país tuvo, en su momento, una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de mujer y de mexicana, ni hizo de esta conciencia la materia misma de su obra, la línea central de su trabajo. Naturalmente, no supimos leerla.

El peso de la inercia nos embotaba, la oscuridad de las nociones adquiridas nos cegaba, la defensa de nuestros privilegios nos ponía en guardia.

De todos los pueblos y todas las épocas se dice que dan a los poetas muertos el reconocimiento negado a los poetas vivos.

La melancólica explicación es que nadie puede verdaderamente saber quién es un poeta hasta que sus obras son su única voz, hasta que nos hablan ya no de la muerte sino desde la muerte, hasta que al cerrarse sobre sí mismas se iluminan con su auténtica luz.

Dejan de ser productos de una persona para volverse lo único que realmente nos queda de ella y está despojado del aura mediumnímica y fantasmagórica que la tecnología da a sus productos como la videocinta y la grabación.

Para quienes tuvimos el privilegio de tratar a Rosario Castellanos hubo inevitablemente dos personas distintas: una escribió los poemas más trágicos y dolorosos de la literatura mexicana; otra se presentaba al mundo bajo un aspecto de tal manera gentil y risueño que solo es posible recordarle con palabras que se dijeron de otro poeta: “Su presencia era mágica y traía la felicidad”.

Algo de lo que fue el insaciable encanto de su conversación queda en muchos de sus artículos. Pero el tono, el gesto, el brillo de los ojos, la sonrisa, no hay página ni filmación que puedan capturarlos y se han perdido irremediablemente.

Ya se ha escrito sobre la bondad y la lucidez generosa con que Rosario Castellanos escuchó a tantos de nosotros sin hacernos sentir que éramos los “cronófagos” temidos por Goethe y no conformes con devorar su tiempo la agobiábamos de necedades. Bien está decirlo públicamente siempre que no perdamos de vista la verdadera concreción y objetivación de su inteligencia: su obra. Aquí el mejor responso es el que es de Ezra Pound ante el féretro de T. S. Eliot: “Léanla”. Que lean sus libros quienes no han tenido a ellos y los relean quienes los conocieron.

En otras épocas y bajo otras circunstancias: es el auténtico homenaje a Rosario Castellanos.

Una joven Rosario Castellanos. (Colección Gabriel Guerra Castellanos)
Una joven Rosario Castellanos. (Colección Gabriel Guerra Castellanos)

Esta escritora para siempre ligada al “sur profundo” mexicano nació en el más capitalino de los lugares, la avenida Insurgentes. Pero su conciencia se abrió al mundo en Chiapas y en Comitán, donde pasó sus años de niña y adolescente. “Para conjurar los fantasmas que me rodeaban —dirá— no tuve a mi alcance sino las palabras”. Descubrió, pues, que su profesión iba a ser la literatura que, ciertamente, nunca ha figurado entre las actividades respetables y mucho menos para las mujeres.

Su familia quedó semiarruinada por la reforma agraria cardenista: Rosario Castellanos volvió a estudiar a México y eligió la carrera de Filosofía. 1948 fue el año decisivo en que murieron sus padres, publicó sus primeros libros —Trayectoria del polvo, Apuntes para una declaración de fe—, sufrió la inevitable crisis religiosa y, como tantos otros poetas, descubrió la lírica moderna de su idioma en la extraordinaria antología Laurel de Juan Gil Albert, Octavio Paz, Emilio Prados y Xavier Villaurrutia. Y en Laurel halló dos predilecciones que no la abandonaron jamás: el José Gorostiza de Muerte sin fin, el Salvador Novo de Nuevo amor.

Dolores Castro, su gran amiga desde la escuela secundaria, la incorporó al grupo que sería la generación de 1950: Emilio Carballido, Ernesto Cardenal, Sergio Galindo, Otto Raúl González, Miguel Guardia, Luisa Josefina Hernández, Carlos Illescas, Sergio Magaña, Ernesto Mejía Sánchez, Augusto Monterroso, Jaime Sabines. Todos colaboraron en América, la revista de Efrén Hernández y Marco Antonio Millán que publicó también los primeros cuentos de Juan Rulfo.

Presentada su tesis sobre cultura femenina, fue con Dolores Castro a seguir un curso de Estética en Madrid y a recorrer Europa. Regresó a Chiapas, dio clases y organizó actividades culturales en el Instituto de Ciencias y Artes de Tuxtla Gutiérrez.

Ya había publicado nuevos libros de poemas —De la vigilia estéril, El rescate del mundo— cuando un principio de tuberculosis la mantuvo en cama durante un año. Lo aprovechó para leer a Tolstoi, Proust y Mann, y escribir obras de teatro. Algunas jamás se publicaron, dos en verso —Salomé y Judith— se incluyeron en su obra reunida en 1970 y dos con el título de Poesía no eres tú y una, Tablero de damas, al ser juzgada un retrato satírico de Gabriela Mistral y sus iradoras nacionales, provocó un debate que acabó con la revista América. Más tarde, convertida en novela breve, dio su nuevo título, Álbum de familia, el último libro de prosa narrativa publicado por Rosario Castellanos en 1971.

La enfermedad cumplió la función mítica de la retirada al desierto, que prepara el retorno al mundo. Rosario Castellanos se encontró a sí misma y llegó a los mejores años de su creación. Por entonces (1955) escribió Lamentación de Dido, uno de nuestros grandes poemas.

Al ver esta época en perspectiva, hallará que, reflexionando críticamente sobre el significado de ser mujer y de escribir poesía, adquirió la desconfianza hacia los temas sensuales, la precaución contra la grandilocuencia, la perspectiva irónica, el afán de experimentar y la aceptación de lo desagradable como material poético. El ejercicio teatral la puso en o con la lengua hablada e hizo de su versificación un instrumento de exactitud y transparencia.

Casi al mismo tiempo despertó su interés por la narración. Carballido la animó a aprovechar sus recuerdos de infancia en una novela. El resultado fue doble: Balún Canán (1957) y el descubrimiento mediante la escritura de la situación en que vivió ella y el estado muy diferente en que siguen viviendo los indígenas. Todo lo que había aceptado como parte del orden natural de las cosas se le reveló en su verdadera significación y le exigió actitudes morales y respuestas intelectuales. Regaló a quienes las trabajaban las tierras que había heredado y fue a colaborar en el centro coordinador del Instituto Indigenista en Chiapas. Durante mucho tiempo recorrió aquellos territorios de miseria. Escribió obras didácticas de teatro guiñol, un resumen de la Constitución para que los indios conocieran sus derechos y un libro de lectura para los niños recién alfabetizados.

La obra de Simone Weil —dirá en una excelente entrevista en 1962 con Emmanuel Carballo— le reveló las constantes que determinan la actitud de los sometidos frente a los sometedores, el trato que los poderosos dan a los débiles, el cuadro de reacciones de los sojuzgados, la corriente del mal que va de los fuertes a los débiles y regresa otra vez a los fuertes.

Y todo esto lo hacía mientras en los cafés de la Ciudad de México otros alegábamos sobre la responsabilidad del escritor y suponíamos que nada más consiste en exigirle a otros escritores que sean responsables. Rosario Castellanos comprendió que, al mostrarle en su infancia que los hombres condensan sus vidas en historias, su nana le había dado la palabra. Ella tenía que devolver esta palabra, esta arca de la memoria, a quienes les fue arrebatada. Y lo hizo en novelas y relatos —Balún Canán, Oficio de tinieblas, Ciudad Real, Los convidados de agosto.

Aunque en aquellos tiempos que ya parecen tan remotos era de buen tono despreciar cuanto se refiriese a lo indígena, lo autóctono, lo nacional, México vivía el triunfalismo del subdesarrollo, se creía en la etapa del despegue, pocos querían darse cuenta de que el país cambiaba su oro por espejismos y que sus pies de arcilla —el inconcebible lastre de miseria, explotación, corrupción— lo anclaban al círculo del infierno del que jamás hemos salido.

A aquel México que se soñaba moderno e internacional, Castellanos opuso el cuadro de lo que había hecho con sus indios. Por otra parte, rompió con la rama de la buena conciencia citadina llamada “literatura indigenista”, última metamorfosis de la nación europea del buen salvaje, que consideraba a los indígenas como exotismo local dentro del exotismo nacional.

Ella por lo contrario vio que “los indios son seres humanos absolutamente iguales a los blancos, solo que colocados en una circunstancia especial y desfavorable. No me parecen misteriosos y poéticos. Lo que ocurre es que viven en una miseria atroz. Es necesario describir cómo esta miseria ha atrofiado sus mejores cualidades”.

Si la buena recepción crítica que tuvo en otros idiomas Balún Canán contribuyó a abrir camino a lo que después se llamaría el boom de la literatura hispanoamericana, los artículos publicados en Excélsior, de los que ahora aparece una muestra representativa en El uso de la palabra, se anticiparon a lo que sería el periodismo mexicano posterior a 1960. Y es imposible dejar en silencio sus trabajos críticos, parcialmente reunidos en Juicios sumarios y Mujer que sabe latín y su irable obra poética, sobre todo el libro único integrado por tres títulos diferentes: Al pie de la letra (1959), Lívida luz (1960), Materia memorable (1969).

Rosario Castellanos encontró allí su verdadera voz, esa característica no formal sino esencial e intrínseca que permite a un poema ser lo que es y hace a todas las cosas poéticamente reconciliables al dar a la experiencia un significado que sin el poema pasaría inadvertido. Con ella se afianzó en la poesía mexicana una corriente que podríamos llamar “realista”, directa, coloquial (pero no prosaica), en cierto sentido antimetafórica, y se cumplió la gran ruptura de la generación de 1950 con el simbolismo.

Apareció también el recurso de la distancia: el afán de objetivar confesiones y observaciones en un monólogo que se atribuye un personaje reconocible o inventado. Y todo lo hizo con tal inteligencia y tan agudo sentido rítmico y verbal que nunca incurrió en el despeñadero que acecha a este género: parecer traducción de un idioma que se desconoce a otro que tampoco se domina.

Una y otra vez su poesía nos recordó que la existencia no es eterna y el sufrimiento no es una molestia accidental sino la condición misma de la vida. Pero lo hizo en un lenguaje de luminosa maestría y la impresión final que nos dan sus poemas no corresponde a la pesadumbre sino al goce ante un trabajo artístico bien realizado.

Ahora llegó al lugar de su quietud. Nos dejó su obra, el consuelo de su memoria, el testamento de la continuidad: todos somos árboles en el bosque y otros se levantarán allí donde caigamos.


Porque “no hay soledad, no hay muerte

aunque yo olvide y aunque yo me acabe.

Hombre donde tú estás, donde tú vives

permanecemos todos”.

AQ

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