La trampa, de M. Night Shyamalan es la cara de un Hollywood que solemos encasillar por su papel de propagandista estadounidense. Shyamalan conecta el presente con este hombre gracioso, calvo y de modales impecables, Alfred Hitchcock, este que definía cine como “una buena persecución”.
No es sólo que Shyamalan tenga tics similares a los de Hitchcock —cameos, exploración del suspenso desde el punto de vista del criminal, el uso de espacios cerrados como dispositivos de tensión emocional—, ni de que haya investigado los mecanismos del mal; ambos directores exploraron fórmulas para develar el misterio del cine y, como en Trampa, para emparentarlo con un imprevisto familiar: el cine cómico. Shyamalan trasciende el dispositivo narrativo de la persecución y la lleva al terreno hilarante, pero ¿nos da miedo? Sí, pero sólo si nos hacemos responsables de la ambigüedad que une al chiste con lo siniestro.
- Te recomendamos ‘Babygirl’: las sombras de Weinstein Laberinto

Aquí nos reímos con el criminal y el antagonista no es, como podría pensarse, la viejita indefensa que implementa un complejísimo plan para atrapar al asesino; es Lady Raven, una ficticia cantante pop. Así, la mayor parte del filme sucede en un concierto que podría ser el de cualquier artista banal. Además, la hija del protagonista nos representa por esta ambigüedad adolescente con la que reímos con el macabro sentido del humor de Shyamalan.
Los adolescentes en esta película no son testigos cualesquiera, son puntos de vista que apuntan hacia nosotros, pero lejos de la insidia de Juegos sádicos de Michael Haneke, La trampa es más lúdica. Si M. Night Shyamalan se hubiese contenido dentro de los límites de este enorme concierto pop, su película estaría a la altura de Rope de Hitchcock, pero estos directores complacen a su público nada más y si la trama exige, para enredarse más, que salgamos del concierto para que la chica pop se enfrente al asesino serial (dos caras de una misma sociedad corrompida que sabe reír de sí misma), ¿quiénes somos nosotros para contrariarlo?
Aquí yo soy el maestro, parece decir Shyamalan. En efecto, nos saca de nuestra zona de confort y entonces el genio material, la edición, la fotografía, el manejo de miles de extras, se vuelve maestría formal, alma de toda expresión. Y comienzan entonces los cuestionamientos: descubrimos que el malo no es tan malo como parece ni la estrella pop es tan tonta. Pero lo más importante: nosotros, los espectadores, salimos también de nuestra zona y hemos dejado de ser tan inocentes y más a gusto, sin el desconcierto que producen películas como las de Haneke. Porque Juegos sádicos también cuestiona el interés morboso, tanto por el pop como por los asesinos seriales, pero nos pone a nosotros, espectadores, en el estrado. Shyamalan no. Él nos sube al escenario para contar con nosotros chistes en torno a la hipocresía de esta sociedad y consigue que nos sintamos felices asistiendo a la reinvención de un subgénero que cruza toda la historia del cine. Desde Irma Vep de Louis Feuillade hasta aquella sociópata que viola al violador en Elle de Paul Verhoeven.
Shyamalan es Hollywood, sí: el de Tiburón de Spielberg, el de Vértigo de Hitchcock. Un cine que es negocio, ante todo, pero que nos saca de todos los prejuicios y nos obliga a contemplar el espejo de nuestra verdad. ¿Y qué vemos? A un asesino que ama a sus hijos, a una estrella pop inteligente y, claro, también a nosotros mismos, un poco menos ingenuos tal vez o, cuando menos, muy entretenidos.
¿Dónde ver La trampa (Trap)?
La película de M. Night Shyamalan está disponible en la plataforma MUBI.
AQ