Teníamos que terminar. Él se negó

Frente a un diagnóstico complicado, Danny no pensó en marcharse. Quería quedarse y yo deseaba que se quedara.

Mi marido y yo estábamos cenando con nuestros amigos KC y Pete cuando KC dijo: “Le dije a Pete el tipo de mujer con la que debería casarse si me pasa algo”.

Nos reímos. Este tipo de conversaciones se han vuelto cada vez más familiares a nuestros cincuenta y tantos años, cuando digamos que no somos precisamente viejos, pero para allá vamos.

Yo dije que si le pasaba algo a Danny, simplemente cerraría el negocio en el frente romántico y aceptaría mi estilo de vida de soltera, planeando viajes con otras viudas y dedicándome a la cerámica.

¿Quién morirá primero? Cuando todas las mañanas siento un dolor nuevo, me duele una rodilla o tengo el cuello contracturado, y en la sección de obituarios aparecen nombres de personas que una vez me arrojaron un balón a la cabeza en clase de educación física, la pregunta de quién morirá primero se hace tangible y terrible.

La primera vez que KC y Pete se cruzaron en mi camino fue cuando empecé a salir con Danny, hace siete años. Estaba a punto de vender la casa en la que había vivido 22 años tras un divorcio, y ellos eran los compradores. Para mí y para mis hijas adolescentes, fue una época de profundas pérdidas y cambios.

KC y Pete también eran una pareja que se había conocido después del divorcio, y nos entendimos enseguida. Una vez, durante un contratiempo en el proceso, Pete llamó y dijo: “Eres buena persona. Nosotros también. ¿Podemos solucionarlo?”.

Lo hicimos al instante. Fue sanador que compraran la amada casa donde crecieron mis hijas, cuyas diminutas formas de hadas aún rondan el empedrado del patio delantero en algún universo paralelo.

Entre bocado y bocado de un pastel de carne mediocre y una buena chuleta de cerdo, les conté a nuestros amigos la vez que me dijeron que tenía cáncer y de inmediato intenté terminar con Danny, un año y medio después de haber empezado a salir.

Tenía un largo historial de quistes en los senos, así que cuando un radiólogo encontró un bulto y me remitió a un cirujano de mama, no sentí especial aprensión. Le pedí a Danny que me llevara a la cita para la biopsia de mama con la promesa de una buena hamburguesa después.

Esperó pacientemente en el vestíbulo, escudriñando su teléfono, mientras yo estaba en consulta con el médico.

El cirujano de mama, un hombre mayor con el pelo entrecano y tres décadas de experiencia, entró al consultorio y se sentó en una silla a mi lado. Su rostro mostraba preocupación a pesar de que aún no había realizado la biopsia.

“Querida, dijo, me temo que probablemente se trate de cáncer. No quiero que te preocupes porque se trata de un estadio inicial. Lo trataremos agresivamente y no tienes nada de qué preocuparte”.

Estaba en estado de shock. La gente de mi familia sufre infartos, no cáncer. Grandes infartos a los 65, más pequeños a los 80, y luego aguantamos, cenando a las 16:30 y llevando un conjunto deportivo hasta cerca de los 90. Evidentemente, este hombre estaba en la habitación equivocada, hablando compasivamente con la mujer equivocada.

Entonces me acordé de Danny en el vestíbulo.

“La esposa de Danny murió de cáncer”, le dije al médico. “Apenas estaba en sus cuarentas y tenía dos hijos pequeños. Él tuvo que verla enfermarse cada vez más y luego fallecer. No puede volver a pasar por esto. No se lo merece”.
“Por Dios”, dijo el cirujano. Nos quedamos sentados un momento, y luego añadió en voz baja: “Acabo de decirte que tienes cáncer, ¿y estás preocupada por él?”.

Estaba preocupada por él. ¿Quién morirá primero? ¿Quién quedara vivo, ciego de dolor y pérdida, navegando por el lado vacío de la cama?

La biopsia está desdibujada en mi mente, al igual que la conversación entre Danny y el cirujano. Sin embargo, recuerdo el largo viaje de vuelta a casa.

“Tenemos que terminar”, dije. No era posible que alguien desempeñara dos veces el papel de cuidador del cáncer en una vida. “Te quiero, pero esto se acabó. Tienes que dejarme”.
“No me iré”, dijo.
“Definitivamente, tenemos que terminar”, dije, imaginándome que él volvía a oír todos aquellos términos sobre el cáncer, viendo los tratamientos y lidiando con la caída del pelo, percibiendo los olores de los hospitales y la enfermedad. “Esto se acabó”, repetí, “y deberías irte”.
“No me iré”, dijo.

Cuando llegamos a la entrada de mi casa y nos quedamos sentados en el coche frente a ella, le dije: “Es la última vez que me ves. No puedo pedirte esto. Te quiero y te echaré de menos, pero esto es lo mejor. Te dejo en libertad”.

“No vamos a terminar”, me dijo. “Te quiero. Superaremos esto”. Luego me miró y dijo: “Tengo hambre, y lo único que va a pasar ahora mismo es que voy a entrar y nos voy a preparar unos sándwiches”.

Y eso fue lo que hizo.

Comimos juntos en silencio, uno al lado del otro. No volví a hablar de terminar. Él quería quedarse, para bien o para mal, y yo deseaba con toda el alma que él quisiera quedarse.

Pasé la semana siguiente pensando en lo que este diagnóstico significaría para mi vida. Un cáncer grande o pequeño seguía siendo un cáncer. Una vez que una célula se ha vuelto loca en tu cuerpo y ha aprendido a replicarse en una campaña contra ti, ¿puedes sentirte seguro de nuevo? Pensé en la gran masa de mi pecho e imaginé a las células marchando como hormigas de fuego en un recorrido furioso por mi interior.

Cinco días después, mientras conducía, el cirujano me llamó para decirme que no tenía cáncer. Se trataba de una masa parecida a un fibroma con una superficie irregular parecida a la forma de estrella del cáncer. Hizo que dos radiólogos lo confirmaran.

“Lo siento mucho”, dijo. “Ha sido una lección para mí. Siempre hay que esperar los resultados de las pruebas”.

Recuerdo perfectamente ese momento al volante, el torrente de alivio, la alegría cegadora. Algún día moriré de algo, pero es probable que no sea de esto. La lección para mí fue que Danny era un compañero a largo plazo, por muy larga o corta que fuera esta vida.

Mientras comíamos el postre con nuestros amigos, KC y yo nos lamentamos del aumento de peso de la menopausia mientras devorábamos alfajores con caramelo. KC compartió detalles de la recuperación de una amiga íntima de un grave derrame cerebral. Hablamos de derrames cerebrales, infartos de miocardio, aneurismas y otras cosas que trastocan la vida.

Nos preguntamos en qué condiciones querríamos seguir viviendo. ¿Querrías reanimación o nada si ya no fueras la persona que, días antes, había disfrutado comiendo alfajores y refunfuñando sobre la menopausia?

¿Quién morirá primero? ¿Estarás en mi lecho de muerte, tomándome de la mano, o estaré yo en el tuyo?

En nuestro primer año de noviazgo, una época complicada pero hermosa, le envié a Danny un poema del poeta inglés Robert Browning que incluía los versos: “¡Envejece conmigo! Lo mejor está por llegar, lo último de la vida, para lo que se hizo lo primero”.

Nos encontrábamos en ese periodo otoñal que se acerca al invierno; es decir, estábamos en ese indefinible mejor momento, a punto de iniciar el declive. El crecimiento de un nuevo amor se siente como un retorno a la juventud. Esa sensación de aceleración del pulso y deliciosa anticipación antes de una cita no está muy lejos de la emoción de la primera vez que un chico vino a recogerme para ir a una reunión de exalumnos. Esas conversaciones interminables y esas conexiones profundas son un elíxir de juventud.

Como sucede con todos los elixires, el efecto es temporal. Ese estado de animación suspendida no puede durar ni contener la marea del envejecimiento. Los poetas comprenden que, a medida que la juventud retrocede, el autoconocimiento alcanza su punto álgido antes de la llamada final al telón. “La primera llamada” es la exuberante belleza de un cuerpo joven mezclada con la incertidumbre, la duda, la insensatez, el orgullo y los errores.

“La última” es la de piel de papel sobre huesos cansados combinada con claridad, humildad, reflexión, gratitud y perdón.

Lo mejor que está por venir es esto. Cuando Danny y yo seamos viejos, querré lo que tengo ahora. Compartir tazas calientes de café humeante en una mañana fría. El placer de su rostro todavía apuesto, nuestras viejas bromas, el revolcón del perro con su hueso, el aliento en nuestros pulmones sanos y el calor de los rayos del sol a través de la ventana de nuestra cocina. Todo lo demás es ganancia.

Al terminar la cena, intercambiamos abrazos con nuestros amigos en el estacionamiento. Puede que pasen meses antes de que podamos encontrarnos de nuevo entre las necesidades de los hijos mayores, la colonoscopia que no sabíamos que teníamos que hacernos y los últimos vestigios del trabajo mientras ya podemos ver que se acerca la jubilación. Decimos “Adiós” y “Te quiero”, porque si algo nos ha enseñado la edad es a no perder nunca la oportunidad de compartir la ternura de nuestros corazones aún palpitantes.

c.2025 The New York Times Company


EHR

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