Gil cerraba la puerta de la semana con un libro entre las manos: Prosas apátridas (Seix Barral, 2019). Allá va un navío, navío, cargado de… Julio Ramón Ribeyro, el gran escritor peruano:
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Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter.
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Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos.
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Dentro de nosotros hay una oficina meteorológica que emite cada mañana su parte sentimental: estaremos contentos, sufriremos, cólera al medio día, etc. Y hacia esa predicción avanzamos temerosos o confiados. Oficina falaz, tan volandera como lo que profetiza el clima: la tarde de la que esperábamos tanto júbilo se cubre de pronto de una insoportable tristeza. Pero también cómo alumbra esa noche auguralmente lúgubre la sonrisa desconocida.
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No hay que exigir en las personas más de una cualidad. Si les encontramos una, debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que les faltan. Es vano exigir que una persona sea simpática y también generosa o que sea inteligente y también alegre o que sea culta y también aseada o que sea hermosa y también leal. Tomemos de ella lo que pueda darnos. Que su cualidad sea el pasaje privilegiado a través del cual nos comunicamos y nos enriquecemos.
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Las palabras que se dicen los amantes durante su primer orgasmo son las que presidirán en el futuro toda su comunicación sexual. Son momentos de absoluta improvisación, en los cuales los amantes se rebautizan, o rebautizan las partes de su cuerpo. Los nuevos nombres regresarán siempre durante el acto para construir el códice que utilizarán en la cama. Estas palabras son inocentes y muchas veces poéticas con relación a lo que designan. A veces son también disparatadas. Nadie está libre de decirle a su mujer la noche de su primera posesión: «Alcachofa». Y se fregó porque desde entonces, al poseerla, tendrá siempre que decirle «Alcachofa». El día que no se lo diga, la habrá dejado de querer.
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Un editor francés, comprobando que ha decaído la venta de clásicos, decide lanzar una nueva colección, pero en la cual los prólogos no serán encomendados a eruditos desconocidos, sino a estrellas de la actualidad. Así Brigitte Bardot hará el prefacio de Baudelaire, el ciclista Raymond Poulidor el de Proust y el actor Jean-Paul Belmondo, que antes fue boxeador, el de Rimbaud. Belmondo empieza su preámbulo con estas palabras: «Cada vez que leo un poema de Rimbaud siento como un puñetazo en la quijada.» Venta asegurada.
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Sólo podremos saber lo que éramos cuando ya nada pueda afectarnos, cuando —como decía alguien— el cuadro quede colgado en la pared.
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Ahora que mi hijo juega en su habitación y que yo escribo en la mía me pregunto si el hecho de escribir no será la prolongación de los juegos de la infancia. Veo que tanto él como yo estamos concentrados en lo que hacemos y tomamos nuestra actividad, como a menudo sucede con los juegos, en la forma más seria. No itimos interferencias y desalojamos inmediatamente al intruso. Mi hijo juega con sus soldados, sus automóviles y sus torres y yo juego con las palabras. Ambos, con los medios de que disponemos, ocupamos nuestra duración y vivimos un mundo imaginario, pero construido con utensilios o fragmentos del mundo real. La diferencia está en que el mundo del juego infantil desaparece cuando ha terminado de jugarse, mientras que el mundo del juego literario del adulto, para bien o para mal, permanece. ¿Por qué? Porque los materiales de nuestro juego son diferentes. El niño emplea objetos, mientras que nosotros utilizamos signos, y para el caso, el signo es más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos.
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Como todos los viernes, Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la botella de Grey Goose, Gamés pondrá a circular las frases de Efraín Huerta por el mantel tan blanco: “No puedo detenerme, si me detengo me alcanzo”.
Gil s’en va