Este país, con perdón, no es una potencia deportiva. La gran excepción a tan decepcionante realidad es el boxeo, una disciplina en la que hemos tenido inmensas figuras con todo y que en el apartado olímpico no hayamos cosechado demasiados laureles porque los jueces parecen favorecer infaltablemente a los competidores cubanos.
Justamente, las medallas y los récords son logros que puede cacarear un régimen político. No por nada los países del antiguo bloque socialista –la República Democrática Alemana, entre ellos, que istraba flagrantemente sustancias a sus atletas, sobre todo a las femeninas, para potenciar sus rendimientos— impulsaban de rotunda manera a sus deportistas para que en las grandes justas internacionales le mostraran al mundo las bondades del colectivismo.
Un asunto de prestigio y parte de las estrategias propagandísticas implementadas por aquellos sistemas autocráticos aunque, hay que decirlo, las conquistas alcanzadas por los equipos nacionales siguen alimentando el orgullo patrio de cualquier país: para mayores señas, miren lo que hubiera significado el ascenso de China al primer lugar del medallero olímpico, en los pasados Juegos de París, si no hubieran los Estados Unidos arañado una victoria de último minuto con su equipo femenino de baloncesto.
En estos pagos no tenemos demasiadas ocasiones para celebrar y cuando ocurre, por ahí, que los mocetones del Tri llegan a hacerse del trofeo en alguna competición regional, entonces lo festejamos como si hubiéramos llegado a la Luna –que diga, a Marte— de escandalosa y desmesurada manera.
Y pues sí, en efecto, así de descomedidos somos cuando podemos paladear las mieles de la victoria pero el virus del triunfalismo se ha trasmitido universalmente, a todas las naciones. Hace poco, el equipo de hockey de Canadá se enfrentó al de nuestros vecinos del norte en el torneo de las 4 Naciones: los dos conjuntos fueron los finalistas luego de que quedaran fuera Finlandia y Suecia, y el partido decisivo tuvo lugar en Boston, una de las sedes de la competición, junto con Montreal.
El pueblo canadiense, azuzado por la ofensiva zafiedad de Donald Trump, se está congregando en torno a un pujante patriotismo y los aficionados no se privaron, en directo abandono a su ejemplar urbanidad de siempre, de abuchear estruendosamente el himno estadounidense en el partido de ida.
Se inmiscuyó pronto el habitante de la Casa Blanca, desde luego, e invocó la “grandeza de América” para pronosticar el triunfo de sus paisanos en Boston. Pues, miren, no fue así: ganaron los canadienses y, estando tan cargado el ambiente, el mismísimo Justin Trudeau, ninguneado como “gobernador” (es, ni más ni menos, el primer ministro de una nación soberana) por Trump, se arrogó jubilosamente la facultad de publicar un desafiante Tweet: “No pueden apoderarse de nuestro país-no pueden tampoco apoderarse de nuestro juego”.
No creo que los mexicanos podamos ser tan bravucones cuando juguemos la Copa Oro 2025 y que los astros del firmamento nos pongan enfrente a los Estados Unidos. Pero, bueno, ya lo veremos…