El caudillo populista se solaza en soltar injurias, ofensas y desprecios. Su papel de matón de barrio es consustancial al ejercicio de la prepotencia, la manifestación más directa del autoritarismo.
En el polo opuesto, el político tradicional se preocupa de aparecer como una persona respetuosa de las formas y, sobre todo, condicionada por los valores de la democracia liberal. Es un sujeto comedido, cuidadoso de su lenguaje y temeroso, a estas alturas todavía, de que los gazapos puedan pasarle factura.
Pues bien, ahí, precisamente ahí, en la tosquedad del primero y la prudente mesura de este último, es donde podría encontrarse la clave de la aceptación popular que están teniendo sujetos tan impresentables como poco decentes.
El descontento ciudadano es un fenómeno prácticamente universal en estos tiempos, así sea que la humanidad esté conociendo niveles de bienestar nunca vistos en otras épocas. A la clase gobernante se le imputa, sin mayores reparos ni reconocimiento alguno, la deshonrosa responsabilidad de que no anden bien las cosas y los votantes, desentendidos de que el orden democrático es el menor de los males, buscan respuestas en otros horizontes. Terminan entonces por responder al canto de sirenas entonado por los demagogos radicales.
De tal manera, el discurso pendenciero de los bravucones se vuelve, de pronto, muy atractivo y motivante. Ya no es la grisácea letanía de siempre canturreada por los adalides del “sistema” sino una revolucionaria proclama que convoca a la acción, un anuncio emocionante y retador.
Trump, para mayores señas, es un auténtico comediante, un tipo que pudiere divertirnos a todos si no fuere el ejecutor de un proyecto verdaderamente siniestro.
Sus seguidores no han escarbado todavía en los entresijos de su personalidad y, consecuentemente, no les ha sido desvelada la verdadera catadura del personaje. Tal vez no les importa —sería esto lo más preocupante— pero siguen, por ahora, embelesados con el entretenimiento y la distracción del circo.
Los demócratas de vocación, mientras tanto, parecen extrañamente inactivos. Están pagando el precio de haberse adherido a una agenda desconectada de las preocupaciones inmediatas de la gente y de promover un wokismo percibido, por muchos sectores, como una asfixiante causa inquisitorial.
Trump, como buen autócrata, mete miedo. Su herramienta preferida es la amenaza, pero está también pasando a la acción, sirviéndose de colaboradores tan serviles como dispuestos a acabar con las carreras profesionales de incontables personas e implementar las más perniciosas políticas públicas.
Y, pues sí, el temor puede ser paralizante pero la política exige al mismo tiempo valentía y arrojo. Los canadienses, con Trudeau a la cabeza, no están nada amedrentados. En el Viejo Continente, sin embargo, sólo Emmanuel Macron le está plantando cara al bully. Los demás, extrañamente tibios…