Los adalides de la izquierda autoritaria, en oposición a los apacibles socialdemócratas, pretenden no tener las terrenales apetencias de los humanos del montón. Sin embargo, su discurso pobrista —encontrar la felicidad en la posesión de un mero par de zapatos, no aspirar a ganar más dinero que el vecino, repudiar el lucro, condenar a los ricos y satanizar el capital— se dirige, en los hechos, a cualquier otro individuo de la especie y nunca al propio enunciante de la doctrina.
Dicho de otra manera, el credo colectivista es para consumo de las masas, no de las élites que llevan las riendas del poder. Ahí está, justamente, la gran discordancia del populismo justiciero, una corriente que se arroga, por sus pistolas, la representación directa del pueblo y que pretende —sembrando discordia, resentimiento y revanchismo— dar respuesta a las injusticias y adversidades que sobrellevan los desposeídos en el mundo real.
El capitalismo, con el perdón de quienes no han podido siquiera paladear sus beneficios, es mucho más coherente: reconoce nuestras voracidades de comunes mortales y valida abiertamente la ambición sin endosarle en momento alguno un componente pecaminoso.
La gran mentira del modelo pudiere ser que los provechos de los sujetos más competitivos y exitosos no necesariamente terminan por gotear en las clases populares pero, miren ustedes, para eso existe el Estado moderno, para regular las cosas y frenar la usura de los de arriba.
Es un tema de equilibrios, desde luego, y precisamente ahí es donde colisionan frontalmente las visiones de unos y otros, de los paladines del mentado “socialismo del siglo XXI”, hablando de una de las epidemias que azotan nuestro subcontinente, y los valedores de la economía de mercado, así sea que se les endose el infamante mote de “neoliberales”.
Hay una realidad que los socialistas radicales no parecen entender jamás: el dinero no crece en los árboles. Su percepción del Estado benefactor es la de un ente con infinitas potestades que, para instaurar el sueño de la justicia social, necesita apropiarse de todos los sectores productivos y, de paso, acabar con las fuerzas opositoras de la sociedad y la pluralidad política.
La cuestión primordial es que los recursos que tan magnánimamente reparte ese gran padre filantrópico necesitan ser generados primeramente en la economía —negocios, fábricas, empresas— pero, justamente, la consustancial animadversión de los izquierdosos hacia la iniciativa privada no hace otra cosa que cerrar la llave a la recaudación de impuestos.
El asistencialismo tiene por lo tanto una fatal fecha de caducidad. No queda entonces otra materia que la demagogia y es ahí donde el socorrido pueblo, suprema invocación en los discursos del oficialismo, debiera enterarse de que los mandamases siguen siendo tan humanamente corruptos y codiciosos como el peor de los de antes. Pero…