Si nuestra tranquilidad dependiera de los finales felices, seríamos expertos en la decepción. La protagonista de Una nota de fuego y nada más, primera novela de Elena Piedra, está atrapada en un círculo familiar asfixiante. Ha experimentado desde la infancia las secuelas de una relación materna tocada por la distancia y la incomunicación. Es particularmente vulnerable a la percepción del rechazo y su relación con el mundo está teñida por un malestar pertinaz.
Las otras mujeres de la novela —abuela, tías y primas— son al mismo tiempo receptoras e incitadoras de conductas tan venenosas como involuntarias.
Leer desde México, territorio de presentes espinosos y pasados irresolutos, nos convierte en coleccionistas de historias difíciles que no por ello están desprovistas de belleza. No se necesita ser un lector aficionado a lo trágico para entender que algunos de los mayores logros literarios ocurren en los espacios incómodos. Fernanda —así se llama la narradora— intuye que hay solo un modo de apagar su cólera: hay que prenderle fuego.
Coyoacán, al sur de la Ciudad de México, es el punto de ignición en esta novela. El panorama y las reconfiguraciones urbanas determinan la trama. “La historia recorre varias generaciones”, dice la escritora, “y la ciudad me ayudaba a mostrar el paso del tiempo, incluso las connotaciones sociales que adquieren ciertas colonias, la transformación del paisaje”.
En esta charla, Elena Piedra reflexiona sobre las herencias que moldean a sus personajes, el peso de los armazones familiares y el deseo irrefrenable de ruptura.
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Cada vez que introduces a una de las mujeres que forman parte de la genealogía de la protagonista, lo haces a partir de una fotografía. La imagen aparece como detonante, pero también como marco. ¿Qué buscabas al comenzar con un retrato?
Narrativamente, quería combinar diferentes voces y abrir espacios donde lectores y lectoras pudieran verter sus propias experiencias. Buscaba una intimidad más estrecha con la novela.
Y, por otro lado, las fotografías para mí funcionan como pequeñas jaulas donde quedan encerradas las historias de esas mujeres —que, de alguna manera, también están encerradas en sus propias vidas.
El relato que se construye a partir de una fotografía es un círculo. Inicia, termina, y queda clausurado. Ese encierro es parte del malestar: están dentro de una historia que creen inmodificable, sin salida posible.
Otro rasgo llamativo es que todas las mujeres de esa línea materna —la abuela, las tías, incluso la madre— tienen nombres que comienzan con “I”. ¿Qué hay detrás de esa decisión?
Me gustaba la idea de que estuvieran unidas por la inicial, como si fuera una señal de pertenencia, una cadena.
Además, me pareció un rasgo útil para caracterizar a la abuela. Ella dice que las dos primeras coincidieron y que después las demás recibieron nombres con “I” solo por seguir la costumbre. Y esa es, en el fondo, su actitud ante la vida: seguir lo que ya está hecho, resignarse a la inercia. Esa resignación es la que las lleva a vivir con malestar casi todo.
La narradora vive instalada en ese malestar, pero además sufre del síndrome de la impostora. Es especialmente sensible al rechazo, y esa herida de infancia continúa marcando su presente. ¿Cómo concebiste a este personaje que, aunque lúcido, parece empujado una y otra vez al abismo?
Es una narradora que alcanza a ver los vínculos dañinos que su familia ha venido arrastrando generación tras generación, un entendimiento del mundo que la limita y la hiere. Constantemente intenta salirse de esa esfera, pero se cansa. Piensa que no es posible.
Hacia el final, hay un momento en que la abuela le dice algo así como: “Nuestro vínculo más fuerte es esta maldición: la infelicidad”. Y ahí se condensa todo.
Me daba la impresión de que ella es capaz de ver ese patrón, incluso de imaginar una salida, de sanar. Pero siempre hay algo que la detiene, que la devuelve a ese círculo. ¿Te sentiste tentada, como autora, a redimirla? ¿A ofrecerle una salida menos devastadora?
Todo el tiempo. Por experiencia propia, sé lo difícil que es cambiar estos hábitos familiares, estos moldes emocionales. Desde el inicio supe que ella no iba a lograrlo del todo, pero durante la escritura dudé muchas veces.
La decisión de incendiarlo todo para cerrar esa herida fue algo que no tenía claro. Viví esa indecisión, esa culpa, de una manera física. Hubo momentos en que cerraba la computadora con dolor de cabeza, sudando. Me involucré mucho con ella.
Y espero que algunos lectores también experimenten algo así. Que sea una lectura que repercuta, incluso corporalmente. Puede ser catártico.
Hay una parte importante de la novela en la que la narradora comienza a trazar un plan. Lo hace con meticulosidad: redacta una lista, esquematiza cada paso, incluso diseña un croquis. Mientras leía, no podía evitar imaginarte a ti, como autora, investigando cada detalle. ¿Tuviste que buscar cómo llevar a cabo lo que ella planea ejecutar?
Sí, y fue un poco extraño. No le tengo miedo a explorar cosas a través de la escritura, pero reconozco que hubo un punto en el que pensé: “¿Qué van a decir de mí?”
La situación que se plantea en la novela es, sin duda, violenta. Pensar en un incendio, por ejemplo, al principio me parecía un reto: cómo construir algo tan lejano a mí, si no soy bombera ni trabajo en una fábrica de pinturas.
Pero después reflexioné: tantos incendios suceden por accidente... La lógica no es tan complicada: un material inflamable, una chispa, el tiempo adecuado. Con la protagonista fui explorando esos caminos, y llegamos, las dos, a la misma lógica.

Las noticias también tienen un papel importante. La narradora escucha constantemente el noticiario, y parece encontrar en él una confirmación más de su malestar: el tono, la banalización, la forma en que se representan las tragedias. Incluso en el desenlace, esa voz del noticiero cobra un peso inesperado. ¿Cómo pensaste ese elemento?
Desde el principio quería retratar el contexto social que acompaña a la protagonista.
Sé que estoy insistiendo mucho en el malestar, pero es que, en su caso, no hay para dónde hacerse.
Familiarmente, tiene vínculos que la lastiman. En el mundo se siente agredida y también es agresiva con él. Y además, el mundo mismo es cruel.
Sin una idea optimista de las cosas, sin una esperanza a la que aferrarse, termina viendo todo a través de ese filtro. El noticiero es una voz más que le confirma que nada mejora.
La figura de la madre es distante, idealizada, ausente. ¿Tuviste alguna reserva al escribir sobre este tipo de maternidades?
Me ha sorprendido la cantidad de personas que se han identificado con eso. Parece que esa imagen de la madre perfecta es eso: una idealización. Y algo que me deja muy satisfecha con la novela es haberle dado espacio a quienes no se sienten representadas por esa idealización. A quienes, como yo, crecimos creyendo que estábamos en falta por no sentirnos arropadas, por no tener una madre como las de los demás. Es muy duro crecer con la sensación de que algo está mal contigo porque no encajas en ese modelo. Creo que dar voz a esa incomodidad es más valioso que cualquier riesgo que pudiera implicar.
También está presente el peso de ciertas estructuras religiosas y sociales. Las mujeres de tu novela no parecen tener problemas con su fe, pero sí con lo que esa fe impone en términos de comportamiento, deber, sacrificio. ¿Cómo abordaste esa dimensión?
Para mí era importante mostrar cómo esas estructuras son parte del origen del malestar.
Todas estas mujeres —las tías, la abuela, la protagonista— tienen una relación incómoda con las reglas que creen tener que cumplir. No responden bien a esas expectativas, pero tampoco sienten que tienen el espacio o la posibilidad de romperlas. Y de ahí viene buena parte del conflicto: ninguna está satisfecha con lo que tiene, pero tampoco ve un camino para acceder a otra vida posible.
Y sin embargo, eliges como narradora a la más joven de todas. A la que se hace preguntas, a la que empieza a pensar distinto.
Y ahí entra también la idea del fuego como símbolo. La pregunta era: ¿es posible acabar con todo y empezar de cero? La familia nos determina de muchas formas, pero cuando algo duele, cuando ya no hay forma de sostenerlo, podemos empezar desde donde aún hay algo por imaginar.
ÁSS