
Tengo algunos amigos en Monterrey que hablan como si les hubiera caído una maldición. Amigos que no han dormido ni una noche desde los años noventa. Amigos que ven fantasmas en las esquinas y los invitan a tomar cerveza en cantinas secretas (antes La Pirámide o el Café Nuevo Brasil; ahora El Hijo del Ahuizote y La Divina). Roberto Guillén era uno de ellos.
Periodista de causa, poeta callejero, actor clandestino en teatros sin presupuesto. Alguna vez alguien me dijo que lo escuchó gritar en un bar de la calle Aramberri: “¡Yo también soy un tránsfuga del sentido común!”.
Y no mentía.
Lo conocí más o menos bien gracias a Samuel Noyola. O mejor dicho, gracias a la estela de fuego de Samuel Noyola, ese poeta sublime de la catástrofe al que Roberto, al igual que yo, también siguió como si se tratara de una estrella rutilante lanzada a la banqueta por dioses equivocados.
En una entrevista que me concedió para mi documental Vaquero del mediodía, Roberto no recordaba fechas con precisión —como corresponde a los buenos testigos—, pero sí la esencia de los momentos. Lo hacía con la nitidez de un profeta urbano, con una mezcla de ternura y cuchillo que poseen los sobrevivientes de ciudades enjoyadas de mendigos, diría Samuel.
Decía que se habían conocido en un parque de terracería, durante una exposición de arte. Que hubo chispas, improperios, mentadas, creo que hasta chingadazos. Que se separaron con rabia furiosa y se reencontraron luego en un bar ya desaparecido que nunca me gustó —El Reforma—, donde se perdonaron a carcajadas y sellaron una amistad nacida del extravío.
Porque Roberto no era un periodista que escribía sobre poetas. Era un poeta que había aprendido a sobrevivir en los márgenes del periodismo. Y por eso entendía a Samuel. Lo entendía con una complicidad que no requería explicaciones ni citas de autores ni regodeos en el totémico Octavio Paz.
En uno de los relatos más memorables de aquella entrevista que le hice me contó la anécdota de la cabeza de cerdo que habían usado en un performance contra la guerra de Kosovo. Durante el acto de protesta en plena Macroplaza de la ciudad, la habían pateado, escupido y vituperado.
Pero tres días después, Samuel llegó con hambre y sin ceremonias la sacó del refrigerador, la partió y empezó a hacerse tacos. “Era un neandertal”, me dijo Roberto, “puro, grotesco, crudo. Pero también era eso: un sobreviviente”. Y Roberto, que también tenía hambre, lo miraba con genuina fascinación.
Roberto y Samuel caminaron juntos por bares en ruinas del Centro, por las cantinas en extinción alrededor del mercado Juárez, por las antiguas calles rocosas y roqueras del barrio. Regatearon hot-dogs, compartieron cervezas, se escondieron del sol y de la policía. En ese vagabundeo construyeron una tribu: el bibliotecario Lalo, las muchachas que los aguantaban, los músicos sin instrumentos, el vértigo. “Cada día era una cita con la locura”, me presumía Roberto.
Creo que lo que Roberto aportaba a aquel clan más montano que regio era su risa franca, su ojo agudo, su capacidad para ver en lo trivial una forma de revelación. Tenía una voz que parecía haber fumado mil cigarros frente a una computadora, y una ternura secreta que se colaba entre sarcasmos. No necesitaba repetir que era independiente: su presencia lo gritaba.
Decía también cosas que nunca le creí del todo: que Samuel quería ser funcional. Que intentó encajar, vestir de Zegna, buscar chamba en el Consejo para la Cultura y las Artes. Que quizá lo seducía la posibilidad de un sueldo, una oficina, una novia de blanco, el coche, la claudicación de la rutina. Pero la fatalidad —insistía Roberto— ya lo venía persiguiendo. Y cuando se tiene vocación de condenado, no hay Armani ni Wrangler ni Docker que te salve.
De política hablaban poco. “Él era más vitalista”, me dijo, “más inmediato. Tenía una epilepsia existencial que lo obligaba a moverse todo el tiempo”. Y ahí está quizá la clave del porqué me hice amigo de Roberto hasta aquella vez que lo entrevisté: Roberto hablaba de Samuel, pero se describía a sí mismo.
Porque Roberto era también un hombre en fuga. De los trámites, de las solemnidades, de los cargos, de los rollos. Hasta hace poco supe que tenía un programa de radio con el nombre que yo le pondría a una nave espacial: o en la imaginación. Ahí lo mismo entrevistaba a un escritor que a un desaparecido, a un chamán o a una voz que venía del Facebook y luego se esfumaba como polvo digital.
Ahora que se ha muerto —porque eso dicen en Facebook, aunque no sé si creerlo—, uno se pregunta si no será también otra desaparición estratégica. Si no estará pateando cabezas de cerdo en alguna cachimba de Matehuala. Si no habrá convencido a la dueña de algún mercado para regalarle un bisteck en salsa con la promesa de pagarlo en 23 días. Si no estará, en este preciso momento, chupando con Samuel, mientras planean cómo volver a Monterrey en un Concord imaginario para recitar poesía, robar caguamas y decirnos que el infierno también puede ser una fiesta.
Lo que es seguro es que la voz de Roberto no ha muerto. Porque oigo cómo sigue en la grabación de mi entrevista, con su risa ronca, con su lenguaje improvisado y preciso, con sus desvíos llenos de verdad. Ahí está en las calles que caminó, en los pinches bares chidos que cerraron, incluso en las malas amistades —como la mía— que no supieron despedirse.
Aunque pienso que, como si fuera un personaje de Bolaño, su historia no se cierra: se ramifica, se pierde, se convierte en pista para un detective del futuro, para otro poeta investigador de pacotilla, para alguien que crea que aún vale la pena buscar a los que se extraviaron por estar demasiado vivos.
Adiós, Roberto. Que el viaje tenga escala. Que la caguama esté fría. Que la poesía se lea en voz alta. Que la amistad neandertal sobreviva al Apocalipsis. Que el Concord regrese.