¿Cómo llegamos a esto? Es decir, ¿cómo fue que el día primero de junio tuvieron lugar unas votaciones tan absolutamente desarregladas?
Más allá de los oscuros designios del oficialismo —finalmente, ha sido asunto de aniquilar las potestades de los jueces independientes y de avasallar al único Poder de la República que podía hacerle frente a la maquinaria de la 4T—, las elecciones, en sí mismas, no fueron un instrumento para refrendar cabalmente la voluntad del pueblo soberano sino un improvisado ejercicio, tan mal dispuesto que los mexicanos no sabremos siquiera los resultados globales antes de una semana, por no hablar de que el Instituto Nacional Electoral (INE) no pudo disponer las cosas como siempre por haberle sido negados recursos y de la propia complejidad de un proceso en el que figuraron más de 800 candidatos, entre aspirantes a ser de la Suprema Corte de Justicia, del Tribunal de Disciplina Judicial, de las magistraturas de distrito y de las salas regionales. Un auténtico rompecabezas para quienes respondieron al llamado de calificar, en las urnas, a los futuros encargados de istrar la justicia en México.
El tema, volviendo a la interrogante planteada en el primer párrafo de este artículo, es que un procedimiento de parecida trascendencia —se trata, ni más ni menos, de desbaratar desde sus raíces el aparato judicial expulsando a jueces de carrera y magistrados de incuestionable profesionalismo— pueda haberse implementado en abierto desafío a las normas que aseguraban el equilibrio institucional de la nación y la debida separación de los tres Poderes.
Pues bien, comenzó la empresa con la llegada de un nuevo régimen en 2018. Un cambio avalado por el voto ciudadano, ciertamente. Pero en la agenda de los electores en momento alguno figuró el propósito de desmantelar la estructura judicial del Estado mexicano ni mucho menos se otorgó una licencia para desconocer los preceptos constitucionales.
Tampoco participaron 60 millones de votantes para que el partido oficial y sus satélites se arrogaran mañosamente una mayoría que no recibieron en las urnas, un porcentaje de representación superior al que les corresponde.
Y, pues sí, arrebatados mandos y facultades, ahí está, a la vista, el gran logro del régimen.