Hay algo dentro de mi cabeza que no me permite votar. Una especie de límite. Ese punto que uno no está dispuesto a cruzar porque significaría dejar de creer en lo que uno cree, dejar de ser uno mismo. Un punto de no retorno. Por eso cuando escucho las recriminaciones y los supuestos argumentos para desacreditar mi postura, todo me suena hueco. Siempre he votado, he viajado de regreso al país tan solo para no perder la oportunidad de hacerlo. Sin embargo, este próximo domingo no lo haré: si no creo ni respeto la elección, no me respetaría a mí misma si votara. Evidencia y esperanza de que aunque desaparezcan todos los contrapesos, la conciencia nunca dejará de ser un límite contra el poder. Tengo una objeción de conciencia.
Guardando las obvias distancias, es algo similar a lo que sucede a aquéllos que se oponen a ir a una guerra por no estar dispuestos a matar a otro. Sobran los ejemplos, Muhammad Ali es uno de ellos. Antes de tener que ir a Vietnam aceptó perder su título, pagar 10 mil dólares, ser rechazado por sus compatriotas y recibir una condena de cinco años de cárcel de la que pudo librarse gracias a varias apelaciones. No es que no amen a su patria, es que la objeción a matar a otro está por encima de ese sentimiento. No es que no me preocupe por mi país, es que la opción de avalar la desaparición de la división de poderes y el equilibrio democrático, me resulta una carga aún más pesada.
Precisamente por eso es que ni siquiera me detengo en los perfiles de los candidatos. Todos sabemos que hay delincuentes inscritos y, aunque mucho se estudie, es imposible saber cuántos tienen un sesgo hacia el partido oficial o cuántos están amedrentados por otros poderes e intereses. Tampoco me entretengo en el acarreo que se está gestando ni en los acordeones ilegales que se han distribuido para que la gente vote por los candidatos oficiales. Mi objeción de conciencia es anterior a todo ello. Me opongo a la captura del Poder Judicial. Me opongo al fin del equilibrio democrático.
De ahí que tampoco esté dispuesta a anular. Anular significaría dar legitimidad a la elección con mi presencia. Me contabilizarían como alguien que participó en el proceso. Un voto se anula por cruzarlo, por hacer un dibujo, por no ser clara la preferencia, por equivocarse. No estoy dispuesta a perderme entre esas opciones. Mi objeción es más profunda. No quiero que me cuenten. No legitimo la destrucción.
Alguien podría detenerme aquí y decir que entre tantas abstenciones tampoco podrán diferenciar mi objeción de conciencia sobre aquel que solo mostró falta de interés o desdén. Adelante, que se confundan. Las ausencias demostrarán que cada vez que se dijo que la gente que votó por la Presidenta también votó por la reforma judicial— porque ella lo explicó así muchas veces—, mentían. No era verdad. Se demostrará que la gente no votó por lo que sucederá el domingo. Que si antes no fue legítimo, jamás lo será.
Finalmente, dicen que la abstención no tiene efectos legales ni políticos directos. La abstención por sí sola no, pero la objeción y la indignación que la provoque tal vez sí. El silencio sí puede ser más potente que un voto resignado.