“Salieron de San Isidro, procedentes de Tijuana. Traían las llantas del carro repletas de hierba mala”: los Tigres del Norte
Así comienza uno de los corridos más emblemáticos de la música popular mexicana. Un relato que, con guitarra y acordeón, pone en marcha una historia de contrabando, traición y muerte. No es nuevo. Pero esta expresión cultural que gira en torno a la delincuencia organizada vuelve a ocupar la agenda nacional.
Mientras algunos gobiernos estatales anuncian prohibiciones, la presidenta Claudia Sheinbaum ha optado por una postura intermedia: no censurar, sino generar conciencia. Sin embargo, la pregunta sigue en el aire: ¿hasta qué punto puede justificarse la libertad artística cuando su contenido enaltece al crimen y normaliza la violencia?
Si bien algunos estados han optado por no permitir que artistas canten narcocorridos, otras entidades han sido omisas y permisivas ante la presentación de artistas relacionados con ese género musical.
A lo largo de la historia, la humanidad ha recubierto la muerte con símbolos y cantos. Los mexicas, por ejemplo, hablaban de “dar flores” cuando se referían a los sacrificios humanos. Morir era un privilegio ritual, una ofrenda sagrada al cosmos. La violencia tenía un sentido trascendente. Hoy, las flores son armas, y los cánticos exaltan a personajes que imponen el terror.
Lo preocupante no es solo la letra, sino su impacto. Ya no se canta la tragedia desde la distancia, sino desde la iración. Se ha borrado la línea entre contar la historia y glorificarla. El corrido se convirtió en manual aspiracional del crimen.
Censurar puede ser riesgoso, sí. Pero más riesgoso aún es seguir aplaudiendo una cultura que ha hecho del horror un espectáculo.
Todo parece indicar que los narcocorridos llegaron para quedarse y sus principales seguidores son los jóvenes y menores de edad, reflejo de la descomposición social por la que atraviesa el país en el tema de seguridad, donde la falta de oportunidades y espacios para este importante sector de la sociedad cada vez es más estrecho.
La deuda del sexenio pasado y del presente sigue vigente y cobrando vidas, muy a pesar de la postura oficial.
No se trata de callar voces, sino de preguntarnos por qué nos fascina tanto el fuego cuando ya todo huele a ceniza.