Con el permiso de ustedes, reproduzco la arenga que lanzó la señora senadora, doña Lilia Valdez Martínez, representante del estado libre y soberano de Durango en la Cámara Alta de nuestro augusto y honorabilísimo Congreso: “No nos vamos a salir, les guste o no les guste a los que se sienten dueños de este país. La cuarta transformación no se sale de Palacio Nacional en todo un milenio”.
Así de mal acostumbrados como estemos ya al deterioro de nuestra vida pública, a la insolencia de tanta gente, a los malos modos exhibidos en las más elevadas tribunas de la nación y a los desplantes de los adalides del oficialismo, debemos, por lo menos, intentar poner las cosas en su lugar.
Primeramente, la democracia es, justamente, un asunto de gustos. Resulta tal vez un tanto pedestre puntualizar de tal manera el ejercicio de una suprema potestad ciudadana —la de elegir a los gobernantes— pero así opera el modelo: cuando a la gente ya no le gusta cómo se llevan los asuntos públicos, sale a votar el día de las elecciones y elige a otros. A eso se le llama alternancia democrática.
En el caso concreto de Estados Unidos Mexicanos y de la referida 4T, es muy probable que en menos de un milenio —en mucho menos tiempo, de hecho, a lo mejor en cinco añitos más— nos encontremos los mexicanos muy a disgusto con los resultados ofrecidos por el régimen y entonces —les guste o no les guste a ellos, a los que llevan actualmente las riendas— que elijamos a otro equipo.
La sustitución de gobernantes es algo totalmente normal y fue por eso, porque a los votantes dejó de gustarles el PRIAN, que escogieron, en su momento, a los del otro lado, a Morena y sus socios. Pero, qué caray, no era un tema de que se quedaran durante mil años en el poder, ¿o sí?
En lo que toca a los que se “sienten dueños del país”, uno pensaría que es exactamente al revés, que esos presuntos propietarios de nuestra nación no son los que señala la señora sino, ella misma y sus correligionarios. Digo, soltar lo de que “no se van a salir”, ¿no es la advertencia de unos amos que se perciben, a sí mismos, tan absolutamente poderosos como para ignorar olímpicamente la realidad de que los pueblos cambian de preferencias —de gustos, pues sí— y de que terminan, tarde o temprano, por ejercer libremente su soberanía en las urnas?