No sé qué pensar de la nueva serie documental de Netflix llamada Los asesinatos del Tylenol.
La estoy viendo. Me hace recordar cuando tenía nueve años y, estando en Estados Unidos, escuché a mi madre muy alterada revisando en nuestro gabinete de medicinas decidiendo qué tirar a la basura y qué no.
Había sido la noticia principal en las noticias y, en ese entonces, siendo niños de la Guerra Fría, nos enterábamos de todo. Pero eran principios de los ochenta y nos enterábamos únicamente de lo que se hacía oficial.
Yo no vivía en Chicago, donde un loco enfermo tomó varios recipientes de la popular medicina y cambió su substancia por cianuro. ¿Por qué tendría una niña de nueve años saber acerca de los tipos distintos de cianuro que existen? Porque era lo que estaba pasando ahí en Illinois.
Ya estando en California nos llegó por todos lados la aparcada advertencia de que alguien estaba envenenando la medicina más común después de la aspirina: el Tylenol.
Es por eso que ahora, más de cuatro décadas después, por supuesto que me intriga de sobremanera ver esta serie documental, en la cual, sin duda, hay nuevas revelaciones y líneas de investigación que antes no podían ni ser sugeridas.
Ante las crisis de relaciones públicas que la industria farmacéutica mundial ha vivido en los últimos tiempos, era de esperarse. Me parece que es un buen salto a la investigación, sobre un tema que cambió mucho. ¿Esos frascos imposibles de abrir fácilmente? Ahí está el origen.
Me gustan las series documentales y más si no tienen compromisos comerciales que puedan alterar su contenido. Ahora solo tengo que acomodar en mis emociones la decisión sobre si ver esto de la manera que corresponde a la categoría de “morbo”, que es tan redituable como el género del true crime, o si realmente se está cumpliendo una misión periodística tantas décadas después.